El nuevo texto de Abel González Melo, llevado a escena en estreno mundial por Teatro Icarón, bebe de la novela de Abel Prieto y articula un universo dramático de múltiples lecturas para el presente cubano. Del original se conservan el carácter eminentemente nacional de la fábula y el dibujo de nuestra idiosincrasia mediante los espejos diversos de dos generaciones. La carga filosófica proveniente del material narrativo adquiere aquí un tono menos ensayístico y más dramático, al quedar ubicados en el centro de la historia los dos protagonistas: Marco Aurelio y Freddy, alrededor de los cuales giran los enigmas y herencias de sus padres. La obra confirma la inoperatividad del estoicismo rancio o del aberrante machismo ante realidades y mundos cada vez más mixtos y mutantes.
La principal línea del argumento dibuja los vericuetos de una amistad y de un amor, toda vez que Freddy, quien conoce a Marco Aurelio desde el preuniversitario, lo lleva a vivir a su casa donde también se encuentra su mujer: Amarilis. Entre los tres va creciendo una relación especial, ambigua, marcada por la búsqueda de la felicidad a toda costa y por el remordimiento o la culpa que siempre rondan el destino humano. Como si la larga espera fuese remunerada con un premio, la llegada de un hijo o una alegría superior, los personajes parecen aguardar eternamente el milagro de una generación que será diferente.
Así, desde el deslumbrante diseño escenográfico de Rolando Estévez, es perceptible la idea de que los grandes dados que vienen del cielo ayudarán a contar la historia y funcionarán, en sus constantes evoluciones y reconstrucciones espaciales, como uno de los signos distintivos de la puesta en escena.
Los jóvenes actores Aniel Horta e Iriám Olivares, el primero, con un excelente proceso interior, hace de Marco Aurelio un individuo contradictorio y angustiado en esencia, perfilando desde su cuidada caracterización la inutilidad de muchos de los criterios por él mismo verbalizados. El segundo, en una línea de poderosa ambigüedad, matiza los conflictos de Freddy desde variadas aristas, sin hacer obvias las regiones más intrincadas de su psicología, con mucha sensualidad, verosimilitud y riqueza interna.
El montaje es una lección de cómo el melodrama funciona muy bien ante el público cuando es trabajado con profundidad y sin altisonancias. La inclusión de varios momentos populares o de comedia contribuyen a que el ritmo nunca decaiga, y a que escenas de un lirismo intenso alternen con otras más ligeras. Es el caso de la boda de Marco Aurelio y Tamara, donde una aparatosa coreografía, montada por Nancy Dickinson, sostiene la ridiculez de la celebración y permite al espectador redondear sus criterios sobre los protagonistas y sus mundos.
Liudmila de los Santos, como la novia Tamara, demuestra aquí su acento cómico. La selección musical de Harold Bermúdez, que propone la secuencia de melodías referidas a momentos muy disímiles, evidencia el eclecticismo sonoro de este montaje donde puede escucharse tanto un bolero como una balada o un mozambique.
Los experimentados actores Gilberto Subiaurt y Mayda Seguí son los padres de Marco Aurelio. En ambos se aprecia un desenvolvimiento actoral sólido en las caracterizaciones de Serafín y Marilú, como sistemas contrastantes de una generación, aquí reconsiderados por la óptica de un autor joven que aprecia mediante un punto de vista irónico y polémico sus comportamientos y actitudes.
Miriam Muñoz ha trabajado afanosamente con dos elencos que alternaron funciones en la temporada de estreno. Mezclando ingenuidad y rudeza, Herlys Sanabria concibe a su Marco Aurelio como un sujeto atormentado, dejando claros los matices particulares de esta amistad transfigurada, y evidenciando la compleja pasión que, de modo repentino e insólito, lo une a Amarilis.
Con Freddy, Pedro Franco ofrece un trabajo donde se percibe el carácter eminentemente popular de su personaje, especie de cubano jaranero y pícaro, pero que en su interior es sagaz para sortear los escollos de esta relación de tres, donde tantas sensaciones diversas confluyen.
El trabajo de todo el equipo joven de Icarón se caracteriza por la eficiencia en el movimiento escénico y las partituras de expresión corporal en que descansa en gran medida el montaje.
Entre las secuencias mejor conseguidas en términos de dirección, se encuentran las del encuentro paralelo de las dos familias y la de los padres de Freddy hablando a su hijo desde dos espacios distintos, ficción poética que la directora consiguió fundiendo dos escenas del texto original.
La frescura que otorga a la dinámica del espectáculo la presencia de esta generación de "padres" debe mucho a la coherencia interpretativa de Mercedes Fernández y William Quintana, que en los roles de Marilú y Serafín se aprecian muy cohesionados con sus respectivos universos dramáticos: ella más materialista y práctica, él más estoico e idealista. Miriam Muñoz y René Money, como Charo y Ñico, logran una identificación plena con el auditorio, en tono de deliciosa comedia costumbrista, al expresar sus puntos de vista con respecto "al atraso y el adelanto", una de las teorías de la novela base.
Entre los éxitos seguros de El vuelo del gato se encuentra el diseño de iluminación y vestuario, que conduce el espectáculo por inesperados y siempre hermosos paisajes visuales. Lucre Estévez Muñoz construye a su Amarilis desde el difícil perfil psicológico de una mujer que ama, duda y teme, ubicada ante la paradoja de traicionar o realizarse. Su lograda interpretación opta por el pacto en silencio, por mediar entre los hombres, y los índices de su fragilidad dentro del triángulo protagónico inducen a lecturas con respecto a las nociones de familia, amor y felicidad en el mundo contemporáneo.
Miriam Muñoz en su doble rol de actriz y directora, sale airosa una vez más en el delineamiento de su Charo, entre la gracia popular y su obsesión teosófica, sobre todo en los monólogos que con tanto dominio de sí y de la palabra ejecuta. Guía del relato escénico, Mirita despliega todo su imaginario, su memoria como actriz y como madre, y edifica un montaje signado por la nostalgia.
Los signos contrastantes de nuestro tiempo dialogan con las inquietudes permanentes del ser humano. Aunque tal vez lo más conmovedor de este trabajo sean los particulares mundos de los caracteres que propone y, sobre todo, la forma en que la directora ha conseguido conjugar a los actores de más experiencia con los bríos, el talento y la entrega de los intérpretes más jóvenes, aquí ante el reto de incorporar complejas, ocultas y atomizadas biografías de personajes. Teatro Icarón vuela y ejecuta con esta obra una radiografía de la voluntad de esperar algo mejor, algo que nos salve para siempre de la inopia y la desidia. (Cdor. Pepe Murrieta)