Siempre me entusiasman mucho los textos que, más allá de su historia, sugieren; por encima de sus accidentes dramáticos, convocan a la reflexión, a la duda y al diálogo.
Sin lugar a dudas, Betún, la más reciente entrega del reconocido dramaturgo Gerardo Fulleda León, puesta en escena ahora por Fernando Quiñones y la Compañia Teatral “Rita Montaner”, clasifica entre ellos.
Y aclaro que me refiero a “texto” en el sentido más amplio del término, no sólo a la inicial letra sino a la lectura escénica, que en el caso del avezado director y de los no menos compenetrados actores, ensanchan con su visión y su trabajo.
Betún es un muchacho negro, inmaduro e inexperto al que la vida (no en abstracto, sino en las dilemáticas condiciones de la seudo república cubana, concretamente su año final: 1958) sitúa en esa encrucijada que frecuentemente nos envuelve a todos: la actitud participativa que de pronto, y sin avisar, nos da un empujón hacia arriba, nos hace crecer en minutos, nos instala en el ser una estatura y una dimensión desconocidas.
El movimiento clandestino en la ciudad que tanto incidió en el triunfo revolucionario enmarca esta anécdota de solares y marginalidad, de negritud y soledades que el dramaturgo sitúa en primer plano; no es que el donar este protagonismo a un joven negro (sujeto, como se sabe, lamentablemente preterido de mucha literatura, teatro y cine entre nosotros) sea un mérito artístico per se, mas al menos es un punto de partida para comenzar a apreciar valores, a dejarse entusiasmar por la pieza, que además de un ágil y bien trazado fresco de tales realidades en la Cuba prerrevolucionaria (y que, como se sabe, desembocaron en el cambiazo sociopolítico pocos días después), las cuales enfoca y combina con sutiles dosis de humor y gravedad, universalidad y criollismo, se erige como un correlato sobre la libertad individual que revisten las grandes causas asumidas desde la pequeñez humana, las bautizan con un halo de grandeza que las trasciende y ascienden al participante a una altura que no conocen los resignados y pasivos.
Betún defiende por sobre todo, esa conquista, ofrece su voto por la reinstalación de la Utopía (en medio de descreimientos y escepticismos) y sólo lee la Historia (la con mayúsculas) desde esa perspectiva ontológica y contemporánea: Quiñones se inserta en las preocupaciones de Fulleda y aporta una versión que insiste en la necesidad y capacidad del hombre de soñar: su vidriera donde esas figuras de la historia (ahora también la otra) cobran vida, rompen el cristal y echan a andar , se torna además un guiñol, un inmenso retablo con boleros de fondo que trasciende el contexto para convertirse en una hermosa parábola sobre ese hombre que cobra alas y se eleva por sobre sus limitaciones espaciales y temporales para alcanzar las más elevadas cimas. (FP)
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